martes, 21 de abril de 2015

Amanecer en Siberia.

Desperté aterrorizado y desnudo sobre una capa de hielo. No podía moverme, no podía abrir los ojos. ¿Cómo habría llegado allí? Intenté recordar lo que había hecho esa noche, pero nada. Solo sentía frío y no era capaz de concentrarme en nada más.
Me notaba los labios morados y los temblores recorrían mi cuerpo desde los dedos de los pies hasta el último pelo de la cabeza. Nunca había tenido tanto frío en mi vida.
Nevaba. Nevaba mucho y lo notaba. Si no me movía, la nieve enterraría mi cuerpo y esa sería mi tumba. Una tumba blanca que me mantendría como a Walt Disney.
Oí lobos aullar en la lejanía. Vaya, resulta que al final no iba a tener un descanso eterno sepultado por la nieve, sino que iba a ser el festín de un grupo de animales hambrientos, qué reconfortante.
De repente dejé de escuchar a los lobos, dejé de escuchar el rugido del viento. Solamente oía una voz en mi cabeza que me decía: Alberto, levántate.
Abre los ojos.
Venga, levántate.
Despierta.
¡DESPIERTA!
Y desperté. Desperté sobre un colchón que no era una capa de hielo, pero que me hacía seguir sintiendo el mismo frío. Desperté mientras empezaba a entrar el sol por mi ventana.
La cama estaba vacía y congelada. No vuelvas a irte de madrugada. 
Amanecer sin ti es despertar en Siberia.

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